Aisha siempre pensó que su hijo Addrassama crecería entre juegos, risas y tardes interminables de imaginación. Había soñado con verlo correr por campos verdes, inventar mundos en su cabeza y dormir sin miedo al caer la noche. Pero la realidad que lo recibió era distinta: nació en medio de un mundo roto, devastado por el genocidio y el miedo que se filtraba en cada esquina. En sus cinco tempranos años de vida, a pesar del ruido de las bombas y el polvo de las calles, Addrassama tenía una energía inagotable. Corría entre escombros, jugaba con la nada y creaba historias que solo él podía entender.
Aisha lo miraba a menudo y, aunque su corazón se apretaba por la incertidumbre, se prometía en silencio que algún día encontrarían un lugar más seguro, un mundo más justo, lejos del estruendo y del horror que los rodeaba. Cada sonrisa de su hijo era un acto de resistencia, cada carcajada un pequeño milagro que la sostenía a ella.
Pero aquel día, sin aviso, un proyectil cayó demasiado cerca. No hubo tiempo para reaccionar. Entre el humo y el grito del caos, Aisha se encontró sosteniendo a su hijo sin vida, envuelto en un manto blanco que parecía demasiado frío para alguien que hacía apenas unas horas reía como si nada importara.
En el hospital improvisado, ella se aferraba a su pequeño como si el contacto pudiera devolverle la vida. No había gritos ni palabras; solo el silencio pesado de lo irreversible. Observaba cada línea de su rostro, cada gesto congelado, intentando grabar en su memoria lo que nunca podría tocar de nuevo. Cada latido perdido era un golpe que sentía en sus propios huesos.
En ese instante, comprendió la crueldad más absoluta: no hay dolor más grande que el perder a un hijo. Y lo único que le quedaba era una súplica interna, una oración que se repetía sin cesar: “Perdóname por no poder darte un mundo mejor”.